Me construí un muro con las piedras esparcidas por doquier, estableciendo los límites de mi propio santuario, pero todavía oía voces que osaban entrar en mi tabernáculo. Palabras que resonaron en mis pabellones pero que las paredes de mi mente no dejaron traspasar, y así, me dormí.
Y soñé que era de noche y estaba bajo una fuerte lluvia pero no me daba cuenta de mi precariedad hasta que un viento recio echó abajo mi fortaleza. Calado por el frío hasta los huesos, abandoné aquellas piedras derruidas y caminé sin rumbo, en un creciente caos, tropezándome en mi camino con otros empapados peregrinos de-ambulantes.
Mientras maldecía aquella noche, oí una voz que decía:
-“Abrid los ojos, la mañana ha llegado: la luz ha vencido a la oscuridad y la tempestad ha sido llevada con ella; tened fe, el calor del sol os protegerá del frío”.
¿Abrir los ojos? –pensé- con lo molesto que resulta hacerlo ante un viento y agua enfurecidos. Así que, helado y muerto de cansancio, tan solo deseé encontrar el escondrijo de lo que quedaba de mi particular muro de los lamentos para introducirme entre sus piedras como un gusano.
Todavía desde mi lejanía, escuché aquella voz persistiendo en que abriéramos los ojos. Decidí que ya no podía tolerar más sarcasmo en medio de aquella noche aciaga, y decidí matar mi tiempo enmudeciendo aquella voz.
Al fin, el viento cesó y la lluvia se calmó, fue entonces cuando percibí que me había quedado solo en medio de una noche inusualmente larga. La noche en la que lancé piedras al amanecer. La noche que no abrí los ojos por no retar a la oscuridad, cuando solo se me instaba a despertar.
Si hubo un tiempo de esparcir piedras, debía haberlo para juntarlas, así que me construí un muro con aquellas piedras esparcidas por doquier, estableciendo los límites de mi propio santuario…
Lc 24:1 Jesús salió del Templo y, cuando ya se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del Templo. 2Respondiendo él, les dijo:
—¿Veis todo esto? De cierto os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada
Mt 21:18Los judíos respondieron y le dijeron: —Ya que haces esto, ¿qué señal nos muestras?
19Respondió Jesús y les dijo:—Destruid este templo y en tres días lo levantaré.
20Entonces los judíos dijeron: —En cuarenta y seis años fue edificado este Templo, ¿y tú en tres días lo levantarás?21Pero él hablaba del templo de su cuerpo.
1Co3:16¿Acaso no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios está en vosotros? 17Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.
El nombre hebreo utilizado en las Escrituras para Templo es Beit HaMikdash que quiere decir «Casa Santa». También es utilizado Beit Adonai que significa “Casa de Dios” o simplemente Beiti (Mi casa) o Beitechah (Tu Casa). En hebreo, solo un lugar en la Tierra respondía a la designación de “Casa Santa” y no era otro que el Templo en Jerusalén.
El Templo en Jerusalén fue un lugar de adoración de admirable arquitectura que edificó Salomón hace unos 3000 años. La gloria de aquel primer templo es ya legendaria, pero después que Israel se dividiera entre el reino del norte y del sur, ya había iniciado su declive. La secesión del norte, presa de la idolatría y envidia, cayó precipitadamente conquistada por una hueste visible: el imperio asirio. Pero Judá y el templo lograron resistir bajo una sucesión de insuficientes leales reyes y sobresalientes déspotas sin leyes.
Al fin, en el siglo VI aC, Nabucodonosor II rey de Babilonia, capturó Jerusalén y el templo fue destruido. Tiempos de calamidad para el pueblo judío que sufrieron además la deportación. El imperio babilónico fue sucedido por el imperio medo-persa, pero contra todo pronóstico, 70 años después, el rey Ciro autorizó el retorno del exilio y la reedificación del templo. Sin embargo, el fulgor del regreso fue efímero, pues no tardó mucho en verse ensombrecido por las dificultades y el desánimo, tanto, que la reedificación fue suspendida. El rey Darío ratificaría el edicto de Ciro, y bajo la dirección de Zorobabel, el templo quedó restaurado. Aquel segundo templo nunca llegó a gozar del anterior esplendor y aunque Esdras y Nehemías condujeran a un prometedor albor, el templo trasladó a ambos pueblos a los solsticios tropicales fraternos.
No es de extrañar que los siguientes cielos amanecieran cambiantes. Persas, griegos y egipcios tomaban y perdían Jerusalén según la baza que jugaban. Pero quien perdió hasta la decencia fue el seléucida Antíoco IV Epífanes, al cumplirse con él la desolación del templo cuando erigió un nuevo altar sobre el legítimo para dedicárselo a Zeus, el dios del Olimpo, sacrificando en él animales inmundos. Tal abominación derivó en agitados tiempos de luchas y revueltas, el de los macabeos, hasta que lograron restaurar el reinado en Israel bajo la estirpe de los asmoneos. La alegría de la rededicación del Templo derivó en la Fiesta de las Luces o Hanukkah, pero las disputas e intrigas de la entredicha nobleza dinástica dejó un reinado enclenque y un templo que pasaría con mayor pena que con gloria.
Mientras tanto, el imperio romano asomaba. Oportunidad para saludarlo la aprovechó más tarde Herodes el Grande pues sus astucias le valieron un reino: el de Judea. De la mano de Julio César obtuvo la condición de procurador, y de la mano de Marco Antonio fue proclamado rey. Hábil y neurótico, Herodes acometió muchas empresas, pero sobretodo es conocido (al margen del infanticidio) por reconstruir y expandir el templo, en parte para controlar a los judíos pero sobretodo debido a su megalomanía. Al parecer, a Herodes el Grande, el antiguo templo se le quedaba pequeño, y su trillado y exiguo reino de Judea sufragó uno de los mayores proyectos de la historia antigua.
Ciertamente, en tiempos de Jesús, los judíos se sentían orgullosos de aquellos edificios, hasta que, en el año 70, las curtidas legiones romanas comandadas por el general Tito, asediaron y destruyeron Jerusalén junto con las piedras que sustentaban su orgullo.
Habían pasado 40 años desde que el que fuera ajusticiado en Jerusalén dijera «con el juicio con que juzgáis seréis juzgados» (Mt 7:2a) Pero los judíos -para entonces- de soberbia ya estaban embriagados y de vanidad desmedida era su pan de cada día. Provocaron insensatamente a los romanos mientras luchas de poder internas salpicaban el altar. Los romanos rodearon la ciudad, y los zelotes, una especie de bandoleros presuntamente celosos de Dios, se abatían entre ellos a causa de sus propios recelos. Y solo una vez la arrogancia superó a la ignorancia de lo dicho por Jesús: “Pero cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado”.
Tito ofreció tratos de rendición con la ciudad sitiada, pero solo obtuvo un intento de ser capturado bajo un ataque sorpresa, una trampa. Después de otros fracasos y escaramuzas la paciencia se consumó… junto con la ciudad y la destrucción total rebasó el dramatismo absoluto: aquella entrada infernal fue la antitesis de la que había sido la entrada triunfal de Jesús, quien contemplaría la ciudad a través del tiempo, llorando por ella y diciendo: “Si también tú conocieras, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Pero ahora está encubierto a tus ojos. 43Vendrán días sobre ti cuando tus enemigos te rodearán con cerca, te sitiarán y por todas partes te estrecharán; 44te derribarán a tierra y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación”(Lc 19:41-44).
Y ante el ataque romano, multitudes se refugiaron en el Templo, los legionarios pasaron literalmente por encima de los cadáveres sacerdotales y realizaron el último sacrificio conocido: el Templo fue incendiado y el combustible de miles prendieron el gran Holocausto que arrasó el celo más refinado. La profecía de Jesús acerca del Templo se cumplía doblemente, aquella que a la postre se había argüido como principal acusación en su juicio ante Pilato: y es que, por ser profeta había muerto en Jerusalén(Lc 33b), y por ello, prosiguió su camino hasta la ciudad. Pero al parecer, aunque de otra calaña, todos en Jerusalén eran padres de profetas, porque cuando Pilato se lavó las manos delante del pueblo diciendo “Inocente soy yo de la sangre de este justo. Allá vosotros.” Respondió todo el pueblo, diciendo: “Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos”(Mt 27:25).
El general Tito nunca llegó a entender tanta obstinación y dejó manifiesto que nunca pretendió devastar el Templo. El historiador Josefo mencionaría que más de un millón de judíos perecieron, y que casi 100.000, fueron llevados cautivos como esclavos. Tito -que más tarde llegaría a ser emperador- a su regreso, renunció a la corona de victoria diciendo “No hay merito en vencer a quienes han sido abandonados por su propio Dios”.
Desde entonces la Casa quedó desierta. Tiempo después el Emperador Adriano bautizó Jerusalén con un nombre ridículo-latino: Aelia Capitolina mientras que Judea fue suprimida para llamarle Palestina. Adriano llenó la ciudad de fríos dioses, y como ironía del destino plantaría a la diosa del amor: Venus, o en su versión griega, Afrodita, en la ciudad que más lo había rehusado. Y en las ruinas del Segundo Templo uno pagano quiso levantarse para dedicárselo a Júpiter, patrón de todo culto romano, regidor de la ley y el orden.
Sin ley ni orden los judíos fueron retornando, pero la paz jamás lo hizo: persas, bizantinos y árabes siguieron sumando puntos a la ciudad más descatalogada. Así, en el S.VII, en el lugar del monte del templo, hoy la explanada de las mezquitas, el califa Abd al-Malik alzó un imponente edificio que todavía intimida: la Cúpula de la Roca. Guardián de la roca pretendida por Mahoma para ascender a los cielos.
Y a tan cotizado premio aún se apuntarían más de media docena de pueblos, hoy olvidados, que desenmascaran aquel pasado expropiado. Pero el acto más inapropiado lo desempeñaron los cruzados de turno al teñir otra vez de sangre la capital defenestrada: ya que no hubo judío ni griego (y hay que añadir sarraceno), esclavo ni libre, hombre ni mujer que no fuera asesinado de forma despiadada, los cuales dibujaban ya la ciudad más variopinta. Cruces, como las del gólgota, aunque cosidas en prendas blancas mancilladas de carmesí, repoblaron Jerusalén y el pretendido Reino de los Cielos era instaurado, aunque reyes, como Balduino, se contagiaban de carnales lepras. Pero fue Saladino, el Sultán, quien acabó por templar a los Templarios y hospitalizar a los Hospitalarios.
¿Qué tenía Jerusalén que hacía saltar reyes desde islas verdes y lejanas como Inglaterra a tierras desoladas como Palestina? Ricardo Corazón de León, casi perdió su preciado reinado, mientras malograba su asalto a la Ciudad Eterna disputada ¿Qué tenía Jerusalén que ya evocaba todo tipo de emociones, aspiraciones y fervores de todo el mundo civilizado?
Podríamos resumir, que en los últimos 1000 años, otros reinos sojuzgaron Jerusalén: mamelucos y otros califatos menos simplones, pero sobretodo los turco-otomanos que gobernaron por muchos años medio-abriendo las puertas reparadas a judíos errantes y tapiando la puerta dorada del todavía esperado Mesías. Muchos sefarditas, judíos expulsados de una España católica ingente y cristiano carente, llegaron en esa época.
Pero no fue hasta el S.XIX que el legado de Ricardo -el ejército británico- más con cabeza que con corazón, pudo domar al león. Se iniciaba la Era Moderna y se abría la caja de Pandora por la que empezaban a retornar paulatinamente judíos por siglos en la diáspora.
Judíos, de todas las partes del mundo, sintiéndose atraídos por una ciudad que ni remotamente conocían, pero por la cual sentían un apego inexplicable, en cuya dirección apuntaban sus oraciones tres veces al día, conmemorando con ayuno la destrucción de los dos Templos y perpetuando en la Pascua y en el Día de la Expiación (o Yom Kippur) un saludo con el que se despedían que rezaba: «el próximo año nos vemos en Jerusalén si Dios quiere».
El tiempo se acercaba y el sionismo moderno, fundado por Theodor Herzl, producía Aliyah’s: oleadas de inmigraciones desde todos los países bañados con mares de esperanza. Pero una cosa era volver y otra que la tierra fuera devuelta ¿por qué cuándo podrían exclamar “Eretz Israel“ (Tierra de Israel)? ¿dónde estaba escrito que al pueblo dispersado durante siglos ocultos verían habitadas de nuevo sus ciudades, y las ruinas reedificadas? En Ezequiel se leía (Ez 36:34-35 La tierra asolada será labrada, después de haber permanecido asolada ante los ojos de todos los que pasaban. Y dirán: ‘Esta tierra desolada se ha convertido en un huerto de Edén, y estas ciudades arruinadas, desoladas y destruidas, están fortificadas y habitadas’.)
Sin parangón en la historia, en 1947 ocurría el milagro: una parvularia ONU aprobaba la resolución más conflictiva de su agitada vida, la 181, en la que determinaba un plan de partición de la tierra por siglos asediada, declarando Jerusalén como ciudad bajo control internacional. Hay quien asegura, que sin el Holocausto de por medio, nunca hubiera ocurrido, a lo que se podría aducir que no hay profeta en su propia tierra. Al año siguiente, el mandato británico expiraba y el Primer Ministro israelí, David Ben-Gurion, -el primero de verdad- declaraba el anhelado Estado de Israel.
Solo un día después, el pueblo de fatigas sin descanso volvía a jadear pues la Legión Árabe exhalaba disturbios en Jerusalén y su zona mayor tasada quedaba bloqueada bajo control jordano. No sería hasta la guerra de los 6 días, en 1967, que una coalición árabe atacaba a Israel, y cuyo épico contraataque fascinaría al mundo corresponsal. Al sexto día, la quincuagésima quinta brigada paracaidista de la Fuerza Área Israelí ganaba una dura batalla contra un regimiento atrincherado, y botas militares, y no sandalias, pisaban de nuevo lugar “santo”. Jerusalén Oriental fue anexada de facto y el talismán cambiaba de bando.
Otras guerras comenzarían, como la del 73, la del Yom Kippur, que pese a vencer no expiaba a Jerusalén. En 1980, el Knesset (el parlamento israelí) aprobaba la «Ley de Jerusalén» que declaraba la ciudad como «la completa y unida capital de Israel». Ello provocó tal revuelo en la comunidad internacional que la ONU adoptó la resolución 478, la cual reprendía a esa ley y la proclamaba «nula y sin efecto» instando a todos los estados a retirar sus embajadas de Jerusalén. La mayoría, las ha establecido en Tel Aviv y desde el año 2006 no hay ninguna nación que mantenga su embajada en Jerusalén.
Todavía resuenan las palabras de Ben Gurión diciendo: «El Estado de Israel tiene, y tendrá, solo una capital, la Eterna Jerusalén. Así fue hace 3000 años y así será, como creemos, por la eternidad” Israel ya ha declarado su capital pero el resto del mundo continúa negándosela.
En el discurso del Primer Ministro Yitzhak Rabin, en la conmemoración de los 3000 años de Jerusalén, pronunció estas palabras:
Tres mil años de historia pesan sobre nosotros hoy, aquí, en la ciudad por cuyas calles marcharon las falanges griegas, cuyo pavimento fue hollado por las legiones romanas que construyeron catapultas para abrir sus murallas, cuyos habitantes fueron vencidos por los cruzados, donde la caballería turca galopó por las calles y donde los oficiales británicos miraron con atención desde sus fuertes.
Tres mil años de historia pesan sobre nosotros hoy, en la ciudad en la que las bendiciones de los sacerdotes judíos se mezclan con las de los imanes y las campanas de las iglesias cristianas; donde, en cada callejón y en cada casa de piedra se escucharon las exhortaciones de los profetas; la ciudad cuyas torres vieron el surgir de las naciones y su caída, pero Jerusalén perdura para siempre.
Tres mil años de historia pesan sobre nosotros hoy, como los sueños que cubren los hisopos que crecen en las grietas del Muro Occidental y las tumbas silenciosas del Monte de los Olivos y el Monte Herzl; el susurro de los pasos de los peregrinos y el estruendo de las botas con clavos de los despiadados conquistadores; estas paredes resuenan con las risas de los niños y los rezos de quienes oran; donde el regocijo de la victoria se confundió con las lágrimas de los paracaidistas ante los vestigios del Templo, liberado del yugo extranjero.
Tres mil años de sueños y plegarias envuelven hoy a Jerusalén con amor y unen a los judíos de todas las generaciones —desde las hogueras de la Inquisición hasta los hornos de Auschwitz— y desde todos los rincones de la tierra, de Yemen a Polonia.
Jerusalén unida es el corazón del pueblo judío y la capital del Estado de Israel. La Jerusalén unificada es nuestra. ¡Jerusalén por siempre!
Yitzhak Rabin, oriundo de Jerusalén y el primer mandatario nacido en Israel, justo dos meses después de este discurso, moría víctima por un atentado del radicalismo judío.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste.
Éste fue un lamento que no se lo llevó el viento. Todavía estas palabras son intuidas como un silbido admonitorio de una sonoridad casi pegadiza. Pero su significado, no se nos pueden escapar en el eco de su lejanía.
o ¿Se tratan estas palabras solo de la constatación del rechazo histórico del pueblo de Dios hacia el Fuerte de Israel?
o ¿pretenden meramente evocar una bella alegoría a la naturaleza tierna y protectora de Dios?
o ¿permiten solamente entrever su sufriente perseverancia a pesar de lo recalcitrantes que llegan a ser sus díscolas criaturas?
o ¿son la antesala de su juicio profético?
Hasta donde puedo recordar estas palabras siempre me atrajeron. Hasta donde me llega el conocimiento, puedo reconocer que cuanto más ahondo en ellas, rebasan las murallas de Jerusalén, traspasan propias corazas, penetrando hasta partir alma y espíritu, coyunturas y tuétanos.
Beit HaMikdash o “Casa Santa” no es la que corrompieron dioses paganos ni la que envileció occidente. No es la que fuera habitada por Zeus ni la que pretendiera Júpiter. Tampoco es la que danzó en sus inmediaciones la sensual Afrodita. Ni siquiera es la casa bañada en oro que aloja hasta el día de hoy la piedra más preciada.
¿Es qué ha sido desalojado Adonai, el Señor del Lugar Santo, del Templo del Dios Viviente? Si queréis una respuesta no miréis a la Ciudad Eterna decretada por hombres y a la que Dios ha puesto fin, sino miraros a cada uno de vosotros. Yo me jactaba de disponer de templo y descubrí.. que me parezco tanto a Jerusalén.
“Jerusalén, Jerusalén” Clamó Jesús, ¿por qué la personificaría? ¿por qué le habló a una ciudad de aquella manera? ¿sólo por melancolía? ¿sólo por tristeza?
“que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!”: No solo son matados los profetas bajo espada y no solo se lapida con piedras. ¡Cuántas puertas hemos tapiado con piedras para que entrara el Rey de Gloria! Como dice una canción de Comisión:
Todos los segundos que te he robado, Todas las palabras que me he callado
Todas las sonrisas que no te he dado, Todos esos besos que te he negado
Todas esas noches que me he marchado, Toda esa gracia que has derramado
Todos los colores que no he usado, Todas las canciones que no he cantado
“¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste.”
Nos asemejamos tanto a Jerusalén: Practicamos luchas sin sentido y hasta nos tiramos piedras en nuestro propio tejado. Somos, como Jerusalén, un pueblo dividido. La ciudad, llamada de Paz, continúa con absurdos altercados. Como cuando el ex-primer ministro israelí Sharon -actualmente en coma profundo- realizó un paseo por la explanada de las mezquitas, iniciándose la segunda intifada, o como también suele conocerse, la guerra de las piedras.
Nos asemejamos tanto a Jerusalén: Nuestro lugar de devoción no debe ser un muro de contención, el muro de la nostalgia, depositario de frustraciones, y construido por quien quiso suplantar al “Rey de los judíos”.
Nos asemejamos tanto a Jerusalén: Habiendo sido derrotados en infinidad de ocasiones y habiendo sido restaurados una vez más por la misericordia de Dios.
¿Nos parecemos a Jerusalén?: 34¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, pero no quisiste! 35Vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me volveréis a ver hasta que llegue el tiempo en que digáis: “Bendito el que viene en nombre del Señor”
Cuando Jesús, en su entrada triunfal a Jerusalén, le aclamaban:
“¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor!”, fue reprendido por ello, por lo que respondió:
“Os digo que si estos callaran las piedras clamarían.”
No se trata de aguardar la construcción del tercer templo, cuyas piedras, según se rumorea, ya han sido adquiridas.
Nuestro anhelo más profundo no debe ser el monte del templo, el monte Moriah, lugar de un disparatado sacrificio, el del gran patriarca hacia su hijo, y al fin desbaratado. Sino que nuestro anhelo más profundo debe ser acercarnos cada día al monte santo:
(He 12:22-23) Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos. Os habéis acercado a Dios, Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos.